Hablemos de historia para hablar de política
María-Milagros Rivera Garretas
En el feminismo dijimos que había una
ajenidad, hecha de extrañeza y de pereza, entre las mujeres y la política. Hoy,
en cambio, con el final del patriarcado, esa ajenidad se ha convertido en deseo
y en posibilidad de que lo que antes se llamaba política se transforme en algo
estimulante para una mujer.
En este encuentro querría que
hablásemos de este cambio y de lo que cada una haya experimentado en primera
persona relacionado con él.
Intentaré también tocar un punto
difícil: si nos parece, a las que estamos aquí, que la política de las mujeres
es o podría ser un universal como mediación (usando una expresión de Luce
Irigaray), o sea, una política válida y valiosa para mujeres y hombres (no
todas ni todos) de hoy. Tocaré este punto desde la historia, porque la historia
aporta a la sociedad, en cada momento del transcurrir del tiempo, el
vocabulario de lo político.
Introducción
Este
Seminario es en parte continuación del que Milagros Montoya organizó para el
año pasado y que dedicamos a “El Amor es el Signo”. Lo es porque algo de ese
Seminario del año pasado me dejó la necesidad de indagar en la idea –que es de
Luce Irigaray– de lo universal como mediación. Ya había tocado esta idea antes,
en el prólogo a Lo divino en el lenguaje, de Gemma del Olmo,[1]
pero me faltaban cabos. Los cabos, o algunos de ellos, han ido saliendo desde
entonces.
¿Qué
tiene que ver la idea del Amor es el Signo con lo universal como mediación que
intentaré explicar a lo largo del día de hoy? La conexión, que no puedo poner
en palabras todavía (no puedo porque no soy capaz, no porque no se pueda) está
en un indecible de nuestro tiempo, indecible que es que todo amor es amor de
Dios. No amor a Dios, ni a lo divino, sino amor de, amor propio de Dios. Siendo
Dios lo más que la lengua que tiene esta palabra puede imaginar: el amor que es
de Dios, no a ni por algo o alguien. ¿Para qué sirve? No lo sé, pero sirve.
Sirve como sirvió hace muchos años la expresión de Irigaray de “femmes
divines”. No sabíamos lo que era, pero sabíamos que era y que nos daba algo a
las feministas. Por el camino, me ha ido trabajando en la cabeza una
advertencia bastante antipática de Teresa de Jesús a las mujeres que se iban a
vivir co ella o a sus fundaciones: no veais a vuestros parientes mientras
deseéis verlos, y vedlos cuando ya no lo deseéis, por obediencia; (que es
obediencia al ser, a lo que es del ser, le pertenece).
Así
que gracias por darme otra vez la ocasión de hablar aquí.
1.
Pues empecemos por la primera
cuestión: ¿qué es para ti la democracia real?
Para mí, la expresión “democracia
real” o “democracia real ya” tiene una primera capa de historia, una capa que
se remonta a tiempos de muy atrás, al origen de la democracia occidental, que
fueron las ciudades-Estado de la Grecia clásica (siglos V y IV antes de nuestra
era). Esta democracia no era real, porque la palabra democracia o gobierno del
pueblo no coincidía con la cosa, con la res, que es de donde viene la
palabra y el sentido de realidad, como en “realeza” o en “reificar”, esta
última una palabra muy querida por el materialismo histórico o marxismo, aunque
no en su sentido femenino sino en el masculino, en este caso opuesto al
femenino porque “cosificar” es negativo, es quitar el espíritu, ser literal,
pero esta separación a una mujer le repugna, para ella el espíritu es
inseparable de su encarnación, también en el pensamiento, no solo en la
experiencia (le repugna como cuando una, en clase, separa el “hablar como estudiante”
del “hablar como mujer”).
Lo que no coincidía con las cosas era
que lo que fue llamado democracia o “gobierno del pueblo” era un sistema de
representación: unos ciudadanos representaron al pueblo y a esto se le llamó
gobierno del pueblo.
Las feministas denunciamos que los
ciudadanos que gobernaban, según ellos democráticamente, las ciudades griegas
eran, además de representantes (y no el pueblo real), hombres de sexo
masculino. Para las feministas, la denuncia principal fue que, con el
establecimiento de la democracia griega ateniense, comenzó el patriarcado
occidental: fue la tragedia de Antígona, para entendernos, el final de la
matria en la historia de esa cultura y el comienzo de la patria, el final de la
matrilinearidad y de la matrifocalidad y el comienzo de la patrifocalidad y de
la patrilinearidad; dicho en breve, novedades terribles como, desde entonces:
la maternidad y la madre como problema político (como problema para la política
de la polis) y como obstáculo para la gobernabilidad, el poder sobre los
cuerpos como fundamento del poder político (de la política de la polis) para
salvar ese obstáculo para la gobernabilidad. En fin, todo cosas que conocemos
por experiencia en nuestra vida personal durante el patriarcado y en los
estertores suyos que estamos viviendo ahora.
A las feministas, las cualidades
democráticas o no democráticas del sistema de representación no nos interesaron
apenas. Lo que nos interesaba era romper con las tradiciones de subordinación y
de opresión de las mujeres, y en esto nos concentramos. Hoy, terminado el
patriarcado, nos podemos tomar una libertad más: la de ver en la maniobra de
llamar democracia a lo que fue el gobierno de unos pocos representantes del
pueblo, precisamente la maniobra de imponer como universal algo que es
pretendidamente universal. En el caso de la democracia, el gobierno de unos
cuantos hombres pretendiendo ser el gobierno del pueblo.
Por eso puedo decir que la expresión
“democracia real ya” deriva, sin saberlo, de la crítica feminista de lo
masculino como pretendidamente universal. Pero con un fallo gigantesco: el de
pretender, quizás por inercia y por falta de autocrítica masculina (o de
capacidad masculina de descentramiento), que basta con ensanchar la base de los
que gobiernan para que sea democracia real; olvidando que la democracia nació
masculina pretendidamente neutra, y así lo sigue siendo a día de hoy.
Que la democracia está sexuada en
masculino (pues entiendo que los hombres que la han hecho y la hacen la hacen
libremente así, masculina, ya que para sexuar hay que ser libre) lo confirma la
experiencia de muchas mujeres en la democracia, y lo prueba también la historia
del Socialismo real. La expresión “socialismo real” es una expresión muy buena,
aunque difícil de entender. Consistió, en principio, en la socialización de los
medios de producción, entre ellos la propiedad privada, para quitar obstáculos
entre el pueblo y el partido político que gobernaba, el Partido comunista de un
tipo u otro.
Las mujeres, sin embargo, ni en la
URSS ni en China, por citar a dos gigantes, ganaron en felicidad ni en
libertad. La libertad femenina, como diría Christa Wolf desde la DDR (República
Democrática Alemana, precisamente) en su novela Medea “no era siquiera tenida en cuenta” (ella la
llama la razón de ella, de Medea). ¿Qué es lo que pasa entonces? Pasa que la
relación de una hija o de un hijo con su madre, no es una relación social; es
la relación necesaria para la vida, y basta. De modo que el socialismo, o la
democracia, hacen muy bien las cosas equivocadas. Este es el punto clave y
fundamental.
Cuando una invención y una práctica
política reconocen esto: que la relación de una hija o de un hijo con su madre
no es una relación social sino la relación necesaria para la vida, las mujeres
ganamos en felicidad y la política es real, se vuelve verdaderamente común,
común y corriente también, del pueblo real, quizás, no lo sé, estamos aquí para
hablarlo.
Porque ¿qué es el pueblo real, el
pueblo cosa, cosa con alma, de materialismo del alma, como diría Chiara Zamboni?[2]
Cuando yo era estudiante, me enseñaron que en la historia y en el presente de
entonces el proletariado lo formaba la gente “que no tenía más riqueza que su
prole”. Yo me lo aprendí de memoria porque no lo entendía y veía que la
profesora no quería explicar más. Hoy propongo asociar esta idea con la de
“pueblo”, con el “demos” de la “democracia”, y también con la noción de
democracia real. La prole es la obra de
cada madre, el pueblo de todas las clases sociales, el pueblo humano previo
para toda la vida a la categorización por clases; o sea, las mujeres y los
hombres: resumiendo, la humanidad que nace y vive y piensa y trabaja y disfruta
y padece sexuada. La obra de cada madre salió, con la madre de Antígona,
Yocasta, de la democracia clásica, y con Yocasta y Antígona salió de la
democracia la genealogía femenina y también la genealogía materna, que son dos
cosas cercanas y distintas: cercanas porque es la relación de una hija con su
madre, la primera, y de una hija y de un hijo con su madre, la segunda. La
genealogía femenina y materna volvió a medias con el cristianismo, con santa
Ana y la Virgen María, pero truncada o perdidiza de la niña, ahora niño. Por
eso hacemos oídos sordos cuando nos hablan de la ciudadanía femenina, en eterno
proceso de concesión porque no existe: la ciudadanía es masculina, la
genealogía es femenina y materna.
Por tanto, ni la noción griega clásica
y occidental contemporánea de democracia, ni la noción ilustrada y
contemporánea de “social”, satisfacen las necesidades simbólicas de una mujer.
¿Qué son las necesidades simbólicas? Son las exigencias y la esperanza de
sentido que se le imponen a cada ser humano (y se le imponen porque es un ser
simbólico, un ser que habla) de llevar su experiencia al lenguaje, para que la
experiencia no le pese, no le aplaste a fuerza de gravedad. Las necesidades
simbólicas de un hombre son distintas de las necesidades simbólicas de una
mujer. No en términos absolutos, no sino en términos relativos, pero no
relativos en términos absolutos, como si esto fuera una oposición binaria,
sino, como descubrió precisamente la teoría de la relatividad de Albert
Einstein y Maleva Maric en el siglo XX, relativos a las relaciones. Las
respuestas a las necesidades simbólicas que compartimos las mujeres y los hombres,
sean necesidades eternas o necesidades históricas, pueden ser o quizá sean esos
universales como mediación que andamos buscando aquí hoy.
No
lo ha sido, en cambio, no ha sido un universal como mediación, la idea de
justicia universal expresada como “mientras haya en el mundo una mujer oprimida
no habrá terminado el patriarcado”. No: vivimos en un tiempo de crisis de la
unidad,[3]
porque la unidad era, probablemente, un pretendido universal, impuesto por la
fuerza, por la fuerza de la ideología de la emancipación, y, por consiguiente,
no mediador. El final del patriarcado es un universal como mediación
precisamente porque en el mundo hay mujeres oprimidas, y su opresión es vivida
como falta de libertad y no como destino,[4]
como falta de la libertad que a una mujer le pertenece por su ser mujer, no a
pesar de su sexo, como dijo hace años Lia Cigarini hablando de la libertad
femenina.[5]
Parece una contradicción pero no lo es: deja de serlo cuando una o uno se quita
de la cabeza la invasión masiva del pensamiento binario, colocándolo en su
sitio, que es el de lo que se atiene a la razón y nada más, sin amor, sin
emociones, sin nada dulce o cálido o curvado.
2.
El nudo irresuelto del pensamiento y
de la política que señala la contienda entre el neutro universal protagonista
de la política y de la historia y el neutro pretendidamente universal
protagonista de la historia y de la política, es la cuestión de lo universal
como mediación. Dicho así, quita las ganas de seguir prestando atención, pero
intento acercarlo a la experiencia viviente.
La gente, mujeres u hombres, conocemos
la necesidad de la mediación; entendiendo por mediación algo –lo que sea– que
pone en relación dos cosas que antes no estaban en relación,[6]
siendo la mediación la sustancia de la política (la verdadera, no la del
poder). La gente conocemos la necesidad de la mediación por experiencia, ya que
desde el momento en el que aprende a hablar en la primerísima infancia, el ser
humano va tomando conciencia de la existencia de la alteridad, de lo otro, que
está siempre ahí (incluso dentro de mí) y que la criatura humana experimenta en
primer lugar como relación con la madre o con quien ocupe su sitio. Es la
conciencia de la existencia de lo otro lo que convierte la mediación en una
necesidad. La conciencia de la existencia de lo otro convierte la mediación en
una necesidad porque la alteridad, lo otro, sin mediación, “paraliza a los
hombres en el espanto”, como escribió María Zambrano en el siglo XX;[7]
y puede –añado–, con mediación, ser una fuente preciosa de riqueza de sentido,
de riqueza de política y de historia. María Zambrano vivió el espanto de la
alteridad sin mediación en las dos guerras que ella misma padeció en ese siglo
de destrucción de la alteridad que fue el XX: la Guerra civil española y la
Segunda mundial. En el presente, el tipo de globalización que han traído el
capitalismo postindustrial y el final del patriarcado (montones de mujeres se
mueven ahora por el mercado internacional del trabajo por su propia cuenta)
exige una historia y una política de la mediación.
Pero
¿por qué lo universal como mediación? ¿Por qué universal? Porque lo universal
es una mediación válida para mujeres y para hombres: una mediación del ser
humano, que la necesita sin cesar porque el ser humano, siendo uno, se
presenta, sin embargo, en la vida y en la historia como dos, como dos enteros,
como dos seres completos: mujer u hombre. “La tarea de la filosofía es el
trabajo de lo universal” –escribió Luce Irigaray en el siglo XX–. “Pero”
–prosigue– “¿qué es eso de lo universal? Está, todavía y siempre, por pensar.
Se modifica con los siglos, y lo universal tiene como estatuto el ser una
mediación.” Repito, pues: lo humano, como todo el mundo sabe porque es una
evidencia de los sentidos, existe en el mundo siempre y solo en dos: mujer u
hombre. Es decir, lo humano, como la naturaleza, es sexuado, siempre y en todas
partes. A su vez, la historia es una, como es una la lengua, como es una la
especie humana. “Ahora bien,” –sigue diciendo Luce Irigaray– “además del hecho de
que la mediación cambie según la economía de una época, la mediación misma no
ha sido nunca tal en la medida en la que la mediación entre esas dos mitades
del mundo que son hombres y mujeres no ha sido nunca pensada.”[8]
Pensad que la diferencia sexual es diferencia de, y este “de” tiene que ver con
el “de” Dios del Amor que he dicho antes. La diferencia de ser mujer existe
porque existe el hombre, la diferencia de ser hombre existe porque existe la
mujer: esto es la necesidad de la mediación.
La
historia y la política cuyo protagonista es un neutro pretendidamente
universal, participa del no haber pensado nunca la mediación entre los dos
sexos en los que se presenta la criatura humana en el tiempo.
El
patriarcado, mientras ha existido, ha intentado limitar la expresión libre de
la diferencia sexual apropiándose de lo universal como mediación, diciéndolo en
masculino y ofreciéndole a lo femenino solo una participación implícita en la
mediación de lo humano.[9] Lo cual quiere decir que el neutro pretendidamente
universal no es, en realidad, universal, ni es tampoco una mediación, ya que no
media con nada, no media con el ser libremente mujer, sino que lo absorbe. En
el lenguaje con poder –que es donde nació–, el neutro, también llamado
masculino genérico, tiene (sobre todo para el poder) la ventaja de superar la
lucha dialéctica entre los sexos ofreciendo a lo femenino una oposición
participativa; evitando ahí la lengua la incitación a la oposición abierta
entre hombres y mujeres, oposición que repugna a la criatura humana, que
comparte un único origen: mujeres y hombres nacemos de mujer. Pero lo femenino
se quedó sin la existencia simbólica que la lengua da y el género gramatical
expresa.
El
feminismo consiguió desarticular en parte la oposición participativa que
propugna el masculino llamado genérico o pretendidamente universal. Hoy, si
digo “los padres proponen”, bastantes madres –aunque sé que no todas– se
sentirán molestas, inciertas de si quien habla pretende que ellas estén
incluidas o no en esta expresión. El triunfo del feminismo está en inculcar la
duda, pues a mediados del siglo XX la mayoría de ellas habría dado por supuesto
que sí estaba incluida en la intención de quien hablaba. Hoy a las feministas
nos gusta hablar en femenino y en masculino, reconociendo que en el mundo hay
dos sexos. Pero ¿qué ocurre con lo universal como mediación? ¿Quiero abolirlo
porque ha abusado de él el patriarcado? “Lo universal, fiel a la vida,”
–escribió Luce Irigaray– “debe manifestar y alimentar el devenir de lo viviente
tal cual es: sexuado. Lo universal, infiel a esta realidad concreta
micro y macrocósmica, es un deber abstracto para el sentir, sin método con el
que pensar esta abstracción.”[10] Hoy, es sobre todo vida y sentido libre de la
vida (más que ideología o que ética, por ejemplo) lo que desea oír o leer quien
ama la historia y la política: vida expresada en un lenguaje historiográfico y
político que mire hacia la aurora, hacia el nacimiento, no hacia el ocaso o la
guerra.[11]
Se puede objetar que hay mucha corrupción en lo que se suele llamar política:
sí, la hay, pero la que hay no se resuelve con la ética. Nadie se atrevería a
sostener abiertamente que la corrupción está bien: es, por tanto, una puerta ya
abierta, una causa ya ganada.
Ocasionalmente,
el oírme hablar en femenino y en masculino me provoca una inquietud que es
independiente de la irritación o del rechazo que esta práctica políticamente
importantísima suele causar entre quienes escuchan. Pienso hoy que mi inquietud
me alerta –como alerta una llamada de las entrañas– de que el uso habitual del
femenino y del masculino juntos, si bien señala la verdad de la sexuación
humana, puede privarle a lo femenino de ser un universal mediador de lo humano,
mediador del ser humano, privando así a la historia de las mujeres de ser la
historia, de ser una historia válida para mujeres u hombres, y privando a
la política de las mujeres de ser la política, o sea, una política
válida para mujeres y hombres. Porque si bien los sexos son dos, no siempre
están los dos implicados en el asunto del que se habla, o no están implicados
con el mismo amor y la misma eficacia. La asimetría de los sexos (que es
distinta de la desigualdad) es un hecho tan significativo de la criatura humana
que yo, una mujer, no deseo renunciar a ella.
Si
digo, por ejemplo, “los beguinos” o “los brujos”, es evidente que digo lo que
no es, porque le atribuyo a lo masculino algo que en la Edad Media no le era
propio. Pero si digo “las beguinas y los beguinos” o “los brujos y las brujas”,
si bien reconozco puntillosamente que hay un beguino o un brujo en las fuentes
históricas, le privo a lo femenino del reconocimiento de ser, en ciertos
ámbitos importantísimos de la historia y de lo político, lo universal mediador
de lo humano. En otras palabras, le privo a lo femenino de ser la mediación
válida para mujeres u hombres en la piedad y en la sanidad medievales,
escatimando a las mujeres autoridad e historia. Sin determinismo alguno.
Es, en mi opinión, significativo que,
en el patriarcado, la lengua materna no se haya dejado hacer un tercer o cuarto
género para decir lo neutro pretendidamente universal sino que lo haya reducido
al género gramatical masculino; porque, con la contradicción, la lengua ha
evitado el olvido de la paradoja que dice que lo universal es sexuado, es
decir, es uno y es dos.
Pienso
que es en la franja incierta del reconocimiento de lo femenino como universal
mediador del ser humano –cuando verdaderamente lo es– donde las mujeres y los
hombres nos jugamos hoy el tesoro que son la libertad femenina, la política y
la historia fieles al signo de la libertad femenina. Para expresar ese
reconocimiento, la lengua materna pone a disposición un recurso –el género
femenino– que alcanza perfectamente a explicar tanto lo finito como lo
infinito. Es decir, existe el hablar o escribir en femenino y en masculino,
existe el hablar y escribir en neutro (sin más pretensiones), y existe lo
universal como mediación. Lo universal como mediación custodia la asimetría de
los sexos en su constante devenir, diciéndose en femenino cuando y donde la
mediación histórica y trascendente del ser humano es femenina (las beguinas,
por ejemplo) o diciéndose en masculino cuando la mediación histórica es
masculina (los caballeros, o la ley del más fuerte, por ejemplo), aunque haya
en ambos casos partícipes del otro sexo o, mejor, precisamente porque los hay.
Sin excluir, naturalmente, la libertad de decir “los ministros y las ministras”
porque lo son, en la esperanza de que ellas transformen la mediación hoy
vigente en los gobiernos hasta sexuarla y volverla, así, trascendente.
Es
lo femenino como universal mediador del ser humano en la historia lo que piensa
la historia de las mujeres y lo que hace historia de las mujeres. Es esto lo
que hace que la historia sea la historia de las mujeres, sin excluir que la
historia sea la historia de los hombres. Ella mira la realidad entera y
traslada a la historia lo que considera historiable; y lo considera historiable
porque es un universal mediador de lo humano. Él mira la realidad entera y
traslada a la historia lo que considera historiable por un motivo similar
propiamente suyo. ¿Dónde está, entonces, la mediación? En que ni una ni otro
destruye ni devora la alteridad absorbiendo al otro sexo, sino que se relaciona
libremente con ella y la pone en juego en sus prácticas de escritura, por
ejemplo, movida o movido por el deseo de que su escritura sea leída, entendida
y amada por el otro sexo. Un sexo que no es el sexo opuesto mas que cuando su
diferencia sexual no es reconocida.
Algo
análogo se puede decir, pienso, de la política.
3.
¿Crees que la política que tú haces, o
lo que entiendes por política, vale para mujeres y hombres?
Dicho de otra manera ¿qué mediaciones
propongo, propone cada una de nosotras, para que la política de las mujeres sea
un universal como mediación porque hay en ella universales como mediación
suficientes y/o suficientemente universales como para decir que la política es
la política de las mujeres?
Voy
a hablar de una y la voy a explicar buscándole su alegoría a un cuento infantil
que yo no recuerdo haberlo tenido en papel pero que debió de ser uno de los que
contaba mi abuela materna, la única de mis abuelas que conocí. Es el cuento de
la gallina de los huevos de oro. Dice el cuento que un hombre tenía una gallina,
una gallina cualquiera como todas las gallinas, que de vez en cuando ponía un
huevo de oro. El hombre estaba encantado con su gallina, pero, al cabo de un
tiempo, empezó a especular con el don de su gallina y decidió abrirle la tripa
para hacerse con todos los huevos de oro que ella atesoraba y convertirse en un
hombre rico sin tener que esperar. Lo hizo y se quedó sin huevo de oro y sin
gallina.
¿Cuál
es la alegoría? (Siendo la moraleja o metáfora la advertencia contra la
avaricia). Habréis observado y probablemente vivido en primera persona que, en
las últimas décadas, las sociedades de nuestro mundo globalizado, en tiempos
distintos según las coyunturas históricas de cada una, han ido alcanzando
altísimas cotas de prosperidad económica mediante la incorporación masiva de
las mujeres al mercado del trabajo y que, de pronto, entran en crisis, sin que
nadie sepa por qué, sabiéndose solo sugerir que es que estamos saturadas y
saturados de mercancías. Primero fue una parte de Europa, luego otra, ahora Turquía
y Brasil, parece que India y China, parece que seguirá América Latina. Al
incorporarnos al mercado del trabajo, las mujeres dejamos de poner regularmente
huevos de oro, limitándonos a alguno ocasional. El resto de la energía se la
lleva el mercado del trabajo. Dedicamos menos tiempo a la maternidad, menos
tiempo o más apresurado a la casa, menos tiempo al cuidado propio y ajeno,
menos tiempo incluso a la amistad, a la lectura, a la poesía, al bordado, a la
conversación, al arte, al duelo por las pérdidas. Llega un momento en el que la
sociedad no puede vivir sin esto, sin los huevos de oro femeninos, porque la
manufactura no puede sustituirlos mas que en parte: no puede sustituir al amor.
Pensemos
unos segundos en este fragmento de María Zambrano:
“Pues la libertad ha ido adquiriendo un signo negativo, se ha ido
convirtiendo –ella también– en negatividad, como si al haber hecho de la
libertad el a priori de la vida, el amor, lo primero, la hubiera
abandonado. Y así, quedara el hombre con una libertad vacía, el hueco de su ser
posible. Como si la libertad no fuese sino esa posibilidad, el ser posible que
no puede realizarse, falto del amor que engendra. ‘En principio era el verbo’,
quería decir: también era el amor, la luz de la vida, el futuro realizándose.
Bajo esa luz, la vida humana descubría el espacio infinito de una libertad
real, la libertad que el amor otorga a sus esclavos.”[12]
El
amor femenino de la madre es la alegoría del cuento de la gallina de los huevos
de oro.[13]
Es femenino y es un universal como mediación porque hay hombres que aman con el
amor que es de su madre, de su índole, el que es de ella y le pertenece
(el que se dice que es de Dios, porque la amdre está prohibida desde Antígona),
y no matan a la gallina de los huevos de oro. En cambio, el modo capitalista de
nuestra época, un modo que es masculino, que incluye a mujeres pero que no es
un universal porque no es una mediación sino una estrategia, se impacienta con
los tiempos de las mujeres y, literalmente, nos raja para que nos incorporemos
al sistema productivo como si fuéramos hombres. Una vez incorporadas, nadie
pone regularmente el huevo de oro y el conjunto finalmente se hunde, entra en
crisis, se desmorona.
A la vez, la lección está aprendida.
Las mujeres nos hemos incorporado al mercado del trabajo movidas por el deseo,
y esto es irreversible. Pero no en cualquier condición: no a costa de los
huevos u óvulos de oro, no a costa de que la libertad esté desvinculada del
amor, del amor femenino de la madre.
[1] Gemma
del Olmo Campillo, Lo divino en el lenguaje. El pensamiento de Diótima en el
siglo XXI, Madrid, horas y Horas, 2006, 11-15.
[2] Chiara
Zamboni, La universidad pública y el materialismo del alma, “DUODA.
Revista de Estudios Feministas” 9 (1995) 121-133.
[3] Gemma
del Olmo Campillo, Un fantasma abandona Europa: la crisis de la unidad,
“DUODA. Estudios de la Diferencia Sexual” 41 (2011) 16-24.
[4] Clara
Jourdan, La Librería de mujeres de Milán en el presente, “DUODA.
Estudios de la Diferencia Sexual” 32 (2007) 63-75.
[5] Lia
Cigarini, La política del deseo. La diferencia femenina se hace historia,
trad. de María-Milagros Rivera Garretas, Barcelona, Icaria, 2006, 215.
[6] Clara
Jourdan, Autoridad educativa, autoridad femenina, en Consuelo Flecha
García y Marina Núñez Gil, eds., La
educación de las mujeres: nuevas perspectivas, Sevilla, Universidad de
Sevilla, 2002, 93-104.
[7] María
Zambrano, El hombre y lo divino (1955), Madrid, Siruela, 1991, 209.
[8] Luce
Irigaray, L’universel comme médiation (1986), en Ead., Sexes et
parentés, París, Les Éditions de Minuit, 1987, 139-164; p. 162: “La tâche
de la philosophie est le travail de l’universel. Mais qu’en est-il de
l’universel? Encore et toujours il est à penser. Il se modifie selon les siècles et
l’universel a comme statut d’être une médiation. Or, outre le fait que la
médiation change suivant l’économie d’une époque, cette médiation n’en a jamais
été une dans la mesure ou la médiation entre ces deux moitiés du monde que sont
hommes et femmes n’a jamais été pensée”.
[9] Sobre
el masculino pretendidamente genérico como oposición participativa que supera
la contraposición dialéctica masculino/femenino porque deja abierta la
posibilidad de que lo negativo trabaje, al no rechazarlo ni dejarlo solo, véase
Luisa Muraro, Introduzione a Diótima, La magica forza del negativo,
Nápoles, Liguori, 2005, 1-8; p. 6-7 (La mágica fuerza de lo negativo,
trad. de Gemma del Olmo Campillo, Madrid, horas y Horas, 2010).
[10] Luce
Irigaray, L’universel comme médiation, 155: “L’universel, fidèle à la
vie, doit manifester et entretenir le devenir du vivant tel qu’il est: sexué.
L’universel, infidèle à cette réalité concrète micro- et macrocosmique, est un
devoir abstrait du sentir, sans méthode pour penser cette abstraction” (su
subrayado).
[11] De
María Zambrano es la expresión “He caminado siempre hacia el alba, no hacia el
ocaso; pero he sufrido por tanta alba arrojada al ocaso que en España, y sin
duda en el mundo, se ha dado. Un alba, eso fue la República: un alba arrojada
al ocaso. Pero luego retoña y vuelve la luz del día”, [Entrevista a María
Zambrano (1904-1991), a cargo de Pilar Trenas, “DUODA. Revista de Estudios
Feministas” 25 (2003) 141-165; p. 160].
[12] María
Zambrano, Dos fragmentos sobre el amor,
16-17; (cito de mi El Amor es el Signo. Educar como educan las madres,
Madrid, Sabina editorial, 2012, 76).
[13] Sobre
el amor femenino de la madre, Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre,
trad. de B. Albertini, M. Bofill y M.-M. Rivera, Madrid, horas y Horas, 1994;
Ead., No es cosa de todos. La indecible suerte de nacer mujer, trad. de
María-Milagros Rivera Garretas, Madrid, Narcea (en vías de publicación).